14 de mayo de 2015

Un puente hacia el infinito



Por Noelia Leiva. “Cuentero”. Así define su especialidad. Tiene 44 años y una largo camino de historias contadas en cárceles, escuelas y geriátricos. Él, su cautivante y multifacética voz, y una silla bastan para conjurar miles de barreras y prejuicios.  

Temer es tan ancestral como la humanidad pero enfrentarse a ello requiere, muchas veces, no hacerlo en soledad. El cuentacuentos José Luis Gallego parece ponerse en ese lugar a la hora de relatar historias en escenarios identificados como “marginales”. ¿Al margen de qué? “Cuando abro mi silla para narrar en una cárcel o una escuela no sé qué va a pasar, si la vamos a usar para contar o para golpearnos. Eso no es el miedo. El miedo es no animarse a abrir la silla en ningún lado”, definió en la charla de TEDx que lo definió como un referente en el arte de la palabra, ese puente que permite transitar entre lo conocido y lo estigmatizada como peligroso.
Nacido en la bonaerense Villa Ballester, su vida es una mochila equipada con herramientas que le permiten desde hace quince años ponerle el cuerpo a relatos folklóricos transmitidos por tradición oral y a otros fruto de la improvisación. Publicó “La existencia mullidita”, un libro de cuentos ilustrados. Fue publicista, periodista y actor, hasta que un día decidió tomar clases con Juan Marcial Moreno, del Instituto Summa, y, a partir de entonces, arrancó su vida de “cuentero”. Fue así que abandonó la gerencia de ventas que ocupaba en una imprenta del conurbano y empezó a compartir historias en penales, aulas y geriátricos.
El primer paso para su transformación fue –asegura- escuchar “la propia voz” y adueñarse de ella, una práctica que en la cultura fue olvidada. Atender la palabra del otro genera una “escenografía divina” en la que cada quien recrea sus propios escenarios, sin límites ni resistencias. Aunque diferente y compleja en lo individual, la reacción adulta más común repite el acto inconsciente de retraer al oyente de la infancia. “Ves que en esas personas con cara de malas, con cicatrices y tatuajes, aparece la mirada de los niños que habían dejado congelados por el proceso adverso que transitaron en sus vidas”, describe al contar su  experiencia al frente del taller “La Oreja Cuentera” en la cárcel número 48 de San Martín.
Las personas en situación de encierro valoran a quienes “vienen de afuera” y le dedican su atención. Pero, antes que nada, resulta que la palabra rescata porque alguien que “durante años ve las mismas rejas, los mismos pájaros, ahora está frente al infinito”, define. “Cuando contamos, todos somos ‘imaginadores’, y ya no hay gente de adentro y de afuera, ni tipificación de delitos”, enfatiza.
Presos que se animan a volverse narradores para sus hijos o hijas en las visitas, muchas veces por primera vez, es ejemplo de que las emociones funcionan como lenguaje. Otro es el de quienes escribieron ficciones -a veces con reminiscencias a sus experiencias- y salieron a compartirlas.
Y ese “salir” también acontece en la escuela: antes de ponerse en presencia de los cuentos, él pide que los chicos y las chicas conformen un círculo, para remitir a la estructura ancestral de las comunidades reunidas frente al fogón. En muchos establecimientos, las docentes se resisten a romper la estructura habitual pero, pronto, la palabra irrumpe, desarticula prejuicios y hasta los nenes tildados de “problemáticos” se vuelven espectadores y actores de sus propias historias.
“El arte repara y transforma; las historias tienden lazos”, resume José Luis. Atreverse a conocer permite involucrarse con el otro y, así, vencer el miedo que genera distancia o violencia. Y, a su vez, este simple acto, esta simple historia de palabras lanzadas y entrelazadas, habilita el regreso del acto de reunirse para contar. En los minutos en que dura el cuento, la palabra libera.  Y, en esa libertad, algo de luz comienza a brillar.

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Publicada en Revista Tercer Sector.