28 de abril de 2012

Madre no hay una sola


Por Noelia Leiva

Cada cultura tiene su mirada sobre qué es tener un hijo. Libros sagrados y tradiciones lo definen. Pero hay algunos puntos en común: la dificultad de las mujeres para salirse de ello sin perder identidad de género. Informarse es el primer paso para decidir por sí mismas.

¿Qué es ser mamá? La pregunta tal vez se ha repetido en muchas mujeres con hijos y, aunque pudiera haber tantas respuestas como seres humanos, a través del tiempo se definieron matrices para ese rol, que van desde la responsabilidad en la «reproducción del linaje» hasta la conformación de una familia como instancia de satisfacción personal. Haber nacido en un pueblo en particular, en zona urbana o rural, bajo la protección de determinadas deidades y con un sistema de valores propios de la comunidad, carga de diferentes sentidos a la maternidad. Un marco de explicaciones que algunas decidieron desandar.
«El embarazo y la maternidad son roles definidos culturalmente. Es parte de las cosas propias de comunidades insertas en algún contexto de país o de región con características particulares. Por ejemplo, se puede hablar de alguna cultura argentina pero hay que entrar en las especificidades después. Es muy distinta una mujer que vive en Capital Federal de la que reside en el Gran Buenos Aires, en el Noroeste o el Noreste», plantea Mabel Bianco, presidenta de la Fundación para Estudio e Investigación de la Mujer (FEIM).
Entonces, ¿esa etapa en la vida es registrada de la misma forma por todas las adultas de una misma colectividad? No como un absoluto, porque intervienen los deseos y las ideas de cada una, pero incluso estos están encuadrados en un determinado paradigma del deber ser.
Es justamente la delimitación de lo aceptado lo que equipara a las chicas y las grandes en una base de valoración, que a veces logran modificar, aunque para ello suelen lidiar con el sentimiento de «culpa por ser diferentes» de sus antecesoras, explica la especialista en salud pública. «Algo común de la cultura occidental y cristiana, porque las religiones también tienen mucho que ver, es que considera la maternidad como una cosa esencial e inherente a la identidad de las mujeres. Para vencerlo se debe deconstruir ese mandato en base a otras posibilidades, fortalecer la capacidad de decisión y la autoestima», convoca.
Para la mujer africana, por ejemplo, «procrear es fundamental porque es parte del ciclo de vida. El rol de la mujer es secundario en una sociedad machista, pero desde el concepto yoruba la maternidad es un principio central», asegura Indiana Bauer, perteneciente a la línea batuque de la religión umbanda y la nación Jeje. Así como para esa comunidad cada uno elige su «destino» antes de nacer, la concepción es previa a la existencia de una persona, porque es entendida como un fenómeno «presocial», que es hacedor del grupo de personas, y no como una actividad particular de alguien. Hay una «función maternal» por encima de una mamá.
En Occidente, a partir de la colonización, se «convirtió a la mujer en vehículo de descarga emocional del hombre», denuncia. Allí —y no en la expectativa de que en algún momento de sus vidas asistan a, al menos, un parto— radica para ella la distinción entre la forma propia y la europea de asignar espacios a lo femenino, que se evidenció en el descenso de la cantidad de hijos que tenían las esclavas que no podían cuidarse por su situación de explotación.
Si bien los años y las migraciones hicieron mutar algunas costumbres, por la dificultad de transmitirse a las jóvenes (por ejemplo, la prohibición de bañarse en los ríos durante la menstruación porque se «contaminaban» las aguas), las explicaciones marco sobre la maternidad se rastrean desde los textos sagrados y en el arcón de sus deidades, los orixás. Así como en el catolicismo la Virgen María es el símbolo de «dar a luz», Yemoja (su nombre significa «madre cuyos hijos son peces») es la fuerza protectora de las mujeres grávidas, «el útero que resguarda al nuevo ser y que alimenta a través de sus aguas; aquella que sufre y cuida a sus hijos pero es implacable a la hora de un castigo, aunque después llore desconsoladamente», define Bauer. El carácter justiciero de la energía es una diferencia con el Vaticano, que destaca la pureza y la piedad de sus santas, y recomienda lo mismo a las que profesan esa fe en la Tierra.
Para los pueblos originarios de Argentina, también útero y esencia femenina van de la mano, pero «la asistencia, el embarazo, el cuidado, la elaboración de alimentos y la crianza de los niños son ocupaciones fundamentales para fortalecer los lazos y transmitir la cultura», recalca Norma Aguirre, cantante popular y descendiente de los huarpes. No obstante, la responsabilidad de producir, de enfrentarse a animales salvajes se asocia con la virilidad y el poder, y es en general potestad de los varones.
Para la nación indígena de Cuyo, «nunca es bien vista la mujer que decide y se trata con hierbas para la anticoncepción, porque es parte de la continuidad de su comunidad el hecho de procrear y sostener la vida cultural de su gente», plantea la también promotora de género. A diferencia de la tradición africana, «una mujer que no es fértil se dedica al cuidado de los niños de la familia y a la asistencia de sus congéneres».
En el colectivo umbanda, la relevancia que se le asigna al embarazo trae como contrapartida que, cuando se produce una situación de infertilidad, es «una ofensa para un esposo, por lo que la mujer es sometida a duras humillaciones, y hasta puede ser devuelta a la familia materna, siempre y cuando sus padres acepten a la hija indecorosa», transmite la perteneciente a esa comunidad. El sacerdote del pueblo consulta a los oráculos sobre las posibilidades de que cada una tenga descendencia, de modo que contradecir un diagnóstico venturoso puede generar la marginación de la mujer; pero insistir, si las energías dijeron que no albergará un feto en su útero, puede ser «mucho peor». En ese marco, el «aborto es considerado un pecado», define la también escritora.

Las otras madres

Cuando sus hijas son adultas, las mamás no pierden importancia. Así como en la urbanidad pueden encontrarse muchos casos en que las abuelas cuidan de sus hijos pequeños cuando el resto trabaja, entre las huarpes son las ancianas las que velan por proteger a la descendencia de aquello que está prohibido, incluso en la actualidad. Cuentan a las embarazadas qué hierbas no deben consumir y qué actividades no deben realizar para cuidar la gestación, así como enfatizan la influencia del calendario lunar sobre la gravidez. Cuando llega la descendencia, a ellas les toca narrar las historias fundantes de su comunidad.
A la distancia, los abuelos tienen hoy en China un rol fundamental en la crianza porque, como no se suele tener más de un hijo, debido a la superpoblación del país (después del parto, deben colocarse un DIU, a menos que hayan tenido una beba, lo que les permite embarazarse otra vez por no ser considerada una actriz productiva central), son los adultos mayores los que los cuidan. Mientras, padre y madre dedican mucho de su vida al trabajo, ya que casi todos los sueldos se miden por artículo terminado. Desde Confucio, las características femeninas eran la vida doméstica, el trabajo manual y la maternidad. Aunque cada vez más ellas salen a buscar un empleo, sus salarios suelen ser inferiores a los de los varones.
En el marco del batuque y con modificaciones en cada pueblo, «al fallecer la mujer, su cadáver es devuelto al seno familiar, que será el encargado de los rituales mortuorios», explica Bauer. De ese modo, si sobrevivió a su hija, será la que la parió quien ahora la abrace en su muerte.

Publicado en la Revista El Gran Otro de abril de 2012: http://elgranotro.com.ar/madre-no-hay-una-sola/#.T5gwX2LHy_U.blogger







Unas cuantas que cuentan cuentos


Por Noelia Leiva

Las cuentacuentos son mayoría en el mundo de la narración oral del país. Los orígenes de ese arte se remontan a las comunidades primigenias, donde eran las mujeres las encargadas de transmitir el bagaje cultural. Hoy son dueñas de su voz, por fuera de estereotipos de género.

En las tribus originarias de la humanidad, las leyendas llegaban a los niños o niñas a través de sus madres para marcar las pautas de lo permitido y lo prohibido. En la literatura, los cuentos tenían que estar presentados por abuelitas tiernas para adquirir legitimidad. ¿Qué queda de esa experiencia genésica? En el circuito de la narración oral, las huellas primigenias se resignificaron porque “contar no es propio del rol materno en cuanto a tener hijos sino a parir, como acto de dar”, definió Ana Padovani, pionera en el universo de los ‘cuentacuentos’, “una función que pueden cumplir un género u otro”. Sin embargo, las mujeres son mayoría.
Con herramientas derivadas del teatro y la escritura, las narradoras y los narradores son una especie que se multiplica en bares, hospitales, escuelas o escenarios, donde la consigna es enunciar y escuchar cuentos. La oferta está integrada al circuito cultural under, aunque sus títulos llegaron a la porteña calle Corrientes, además de otros núcleos artísticos del país. Pero es algo más que concatenar un principio con su nudo y desenlace: puede ser una fortaleza para la identidad y la resistencia.
“Ya no somos meras trasmisoras. También interpelamos, preguntamos, cuestionamos a través de la narración”, planteó la banfileña Liliana Bonel, una de las fundadoras del festival “Te doy mi palabra”, que reúne a los principales hacedores del rubro. Cuando ellas están en acción, la voz es su medio para recrear paisajes y personajes, incluso si optan por incorporar objetos o vestuario para contextualizar la ficción a través de los ojos.
Sexo, relaciones humanas y familia son temas que abordan sin ponerse coloradas. También hablan de miedos, y se conectan con las fibras más íntimas de quien escucha. Ellas no están ajenas a los mandatos sociales pero tampoco ceñidas por el candado de castidad al deseo mujeril de aquella misma época en la que se gestó el juego del relato. Muchas se laurearon en carreras universitarias como psicología o fonoaudiología, a veces porque al iniciar sus estudios el oficio no era considerado un trabajo.
Sin embargo, sobre las tablas o la vida real hay estructuras que resisten: “Cuando la palabra se vuelve peligrosa, la mujer es silenciada, como las brujas” durante la Inquisición, rememoró la también actriz del Conurbano sur. “Para protegerse, se vuelca al interior del hogar, porta el acervo familiar, mientras que el hombre es dueño y señor de lo que se dice en el ámbito público”, cuestionó. 
Hacia adentro de las relaciones cotidianas el decir femenino “está desjerarquizado”, entendió Cristina Villanueva, coordinadora de la delegación argentina para la Bienal de Oralidad de Santiago de Cuba. “Se dice que las mujeres hablan mucho, pero si mirás las parejas donde hay un hombre y una mujer, ellos hablan más”, criticó, como primer rasgo de la segregación. Y cuando ellas comienzan a desarrollarse en una profesión, como la docencia, “decrece el valor” de esa actividad, hipotetizó. 
Entonces la creatividad puede ser una salida o una trinchera, porque “cuando alguien se para frente al público no sólo transmite arte, a su vez dice ‘acá estoy yo’”. Aunque la verticalidad en la distribución del poder no es obsoleta, el avance femenino en la política o frente los micrófonos, por ejemplo, pueden convertirse en espacios de reivindicación para compartir “la mirada y opinión propias”, rescató Bonel.

Princesas y sapos

Buscar libros para niñas que no incluyan jovencitas con zapatos de cristal y cuerpo de modelo puede ser un desafío inconmensurable. “Durante muchísimos años, las palabras ‘bella’, ‘prudente’, ‘graciosa’ y ‘tímida’ definían a las princesas de los cuentos de hadas. Actualmente, aparecen “intrépidas y valientes”, pero ¿cuál es la imagen para esas cualidades? Una mujer con calzas y una espada entre los dientes, o sea, una imagen masculina”, analizó la docente de Banfield. La literatura no se escapa de los estereotipos cuando “hay palabras con intenciones sexistas”, que pueden decirse pero con “cuidado, para que digan lo que se quiere decir”, sin caer en su uso legitimado.
Villanueva decidió erradicar de su repertorio las historias que minimicen la violencia de género. Las obras de Graciela Cabal, que también supo despuntar el vicio de la narración oral, se cuentan entre sus recomendadas para compartir con personas de todas las edades sin caer en poses que resalten la inequidad. “Compramos juguetes marcados por el género, muñecas para ellas y espadas para ellos. Es el sistema que lo prefiere todo separado”, cuestionó. Otra vez en honor a la palabra, la mejor estrategia para poner filtros a los modelos de ser mujer que se escabullen en las historias es “charlarlo” entre el grupo de oyentes.
Las tres narradoras coincidieron en que contar también es sinónimo de elegir. Aunque el ejercicio de la palabra traspasa la pauta escénica, cuando se está sobre las tablas hay que jugar. Y, como todo desafío lúdico, tiene sus reglas: el primero que hace referencia directa a la realidad e interrumpe la magia, pierde. “Descubrí que la palabra da la posibilidad de crear mundos, de imaginar. Para mí fue un hecho revelador”, describió Padovani, merecedora del ACE al mejor unipersonal en 2002. Desde esa experiencia primigenia, como sus pares, se calzó el traje de su “propia voz” para invitar a creer con cada historia. Por eso incentiva a que sus alumnos y alumnas busquen su identidad para ser quien se es en el camino de encuentro con los personajes. Y si se es mujer, bienvenida sea.

Publicado en la Revista Acción de mayo de 2011.

¿Qué talle sos?


Por Noelia Leiva

La tiranía de la moda. De acuerdo con la ley, los talles deben estar basados en la medida del cuerpo y no en la de las prendas.

Son tres palabras que pueden convertirse en una trampa. «¿Qué talle sos?», pregunta la vendedora con naturalidad, y el verbo «ser» da a entender que la medida de la ropa puede definir la identidad de una persona. Es que la moda no admite rollitos pero sus imperativos pueden generar consecuencias en la salud, sobre todo en las adolescentes, como la bulimia y la anorexia.
En la provincia de Buenos Aires, la ley 12.665 sancionada en 2005, exige que haya stock de prendas femeninas juveniles desde el 38 al 48, pero los comercios no la acatan. Las multas por su incumplimiento subieron un 17% en comparación al primer cuatrimestre del año pasado.
El porqué de la legislación responde a la «defensa del consumidor» y «la protección a la salud», sostenida en «la libertad de elección, en condiciones de trato digno y equitativo» a partir del manejo de «información adecuada», explica la disposición 880 que reglamenta la norma y señala al Ministerio de la Producción provincial como su autoridad de aplicación. Letra escrita cuyo incumplimiento puede generar consecuencias en la vida de las adolescentes y que, por lo tanto, también es una forma encubierta de violencia de género.
La cartera encabezada por Martín Ferré sancionó entre enero y abril últimos a un 170% de comerciantes más que en el mismo período de 2010. Un comunicado del área reconoció que de los 1.244.550 pesos de multas, 445.950 correspondieron a castigos por infringir la ley de Talles, un 35% del total. Según la norma, es obligatoria la marcación numérica de la indumentaria, la inclusión de un pictograma que indique la equivalencia con las dimensiones corporales de acuerdo con las normas Iram y la disposición de varias unidades en stock de toda la curva. Un principio similar está vigente en Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, Santa Cruz, Córdoba y la ciudad de Buenos Aires, también con legislación propia y con denuncias de incumplimiento. En 2009 se presentó un proyecto nacional que obtuvo la media sanción de los diputados, pero no prosperó.
«Todavía se vende ropa de talles ideales, y es grave porque está culturalmente aceptado», cuestiona Osvaldo Bassano, presidente de la Asociación en Defensa de los Derechos de Usuarios y Consumidores (Adduc). La problemática se hace más difícil de controlar porque «no hay estadísticas» sobre los niveles de producción y los comerciantes aducen que no les entregan variedad de tamaños, aunque, en realidad, «falta un verdadero compromiso porque la importancia de facturación suplanta el cumplimiento de la ley», evalúa.
La Cámara Argentina de la Mediana Empresa (CAME) participó en la elaboración del proyecto, hace 6 años. En una circular del 22 de diciembre de 2005 planteó su adhesión al «espíritu» de la norma pero advirtió que «sólo regula una consecuencia menor del problema de la bulimia y la anorexia». Además, pidió que «la variación de talles se cumpla con la existencia de distintos colores», según otro comunicado de agosto de 2006, para responder con más facilidad a la demanda de stock. Sin embargo, debido a esa limitación, la clienta debe elegir entre llevarse el tono deseado o la medida que le sienta bien.
«Un comerciante no puede comprar la misma cantidad de unidades de todos los talles, porque vende 100 del medio y 1 o 2 de los más grandes», plantea Alberto Kahale, empresario del rubro de la ropa deportiva e integrante de CAME. «Se busca hacer un promedio, se compra toda la tira pero menos cantidad de las puntas, que no siempre se venden y se terminan poniendo a un precio regalado antes de que pasen de moda», explica Kahale, también presidente de la Cámara de Comercio e Industria de Lomas de Zamora. Una muestra de ello es, según el referente, la proliferación de los números reducidos y los más amplios en los outlets.
La inversión de los oferentes se pelea con la demanda, pero el producto de ese juego puede ir mucho más allá de la compra. En el mercado, también interviene la concepción que las jóvenes tienen de sí mismas. Y el precio de lo aceptado como bello puede ser demasiado alto. «Es avaricia versus inclusión. Para facturar más no importa discriminar», sentencia Bassano, cuya mayor preocupación radica en que «el consumidor prefiere no comprar a tener que hacer reclamos, por lo que termina por aceptar o consentir la discriminación».

Moda de señoras

Jésica Bustos tiene 23 años y una altura que supera la media. Su contextura demanda talles más grandes que los que suelen encontrarse en las tiendas. «Me cuesta conseguir ropa porque todo viene mal confeccionado, sin respetar las tablas de centímetros de los talles y en general llegan al 38/40. Generalmente, a partir del 48 los pantalones son rectos y tiro alto. No hay variedad ni modelos parecidos a los que se exhiben en las vidrieras», describe la estudiante, mientras recorre Balvanera en busca de ropa.
Como ella, son muchas las que no se sienten satisfechas. Algunas terminan por vestirse con «moda de señora» por no encontrar tamaños acordes. Otras quieren ver reflejado el cuerpo 90-60-90 que se legitima en las publicidades y, aunque ya sean flacas, empiezan a generar estrategias para dejar de comer. Cuando la imagen que ven no es la que anhelan y no encuentran prendas que las conforme en los negocios, esto «les genera culpa y se autoexcluyen», denuncia Maiten Strazzaboschi, presidenta de la Fundación Mujeres en Igualdad.
En las calles céntricas de Monte Grande, una ciudad del Conurbano sur, se replican maniquíes con figuras femeninas extra flacas, como en el resto del mapa bonaerense. «Los cortes son demasiado bajos y los talles son restringidos, además de irreales. Ya no busco pantalones», se queja Julieta Rico, una joven de 21 años cuya contextura no muestra sobrepeso pero que, de todos modos, está fuera de los estándares de las agencias de modelos.

Vestidas de princesas

«Muchas sienten que deberían adaptarse y pierden de vista el criterio de
lo saludable. La cantidad de dietas que se hacen, las cirugías estéticas en niñas o adolescentes y los trastornos alimentarios dan cuenta de eso», refuerza Strazzaboschi, una de las impulsoras de la legislación, que trabaja para que se extienda a todo el territorio nacional.
Entonces, frente a frases tan instaladas como «¿qué talle sos?» o «no entro en este pantalón», vale la pena preguntarse si se es un talle o por qué la chica tiene que entrar en un pantalón y no es el pantalón el que tiene que entrarle a ella», plantea.
Mía y Ana no son dos amigas que intercambian secretos sobre sus amores o se reúnen para salir a bailar. Son, en realidad, los nombres con que las jóvenes identifican a la bulimia y la anorexia, respectivamente. Son códigos manejados por los grupos de chicas que conviven con ellas y las reivindican como el camino necesario para alcanzar lo que creen que le da el verdadero sentido a la existencia: la belleza. «Porque la vida es como el arte, existe sólo para mirarla», sentencia uno de los tantos blogs que legitiman los trastornos que las destruyen.
No son una logia porque están al alcance de todos y todas. Ellas están ahí, reunidas a través de un monitor en foros online que pueden ser la única vía de contacto con el mundo aunque, paradójicamente, aspiran a mostrarse ante él para alcanzar la gloria de la
perfección. Pero nada parece ser suficiente. Siempre hace falta más esfuerzo para ser una «princesa», tal como desean.
El mundo que generaron a partir de estas patologías se sostiene en el intercambio de experiencias de las que tienen más camino recorrido como «mía» o «ana». Tomar hasta 6 litros de agua al día para quitar la sensación de hambre, masticar chicles sin azúcar para calmar la ansiedad y decirle a la familia que prefieren comer en la habitación para poder esconder los alimentos sin que sea evidente que no los
ingirieron son algunas de las recomendaciones que se dan para lograr una flacura extrema, que permita vestirse con las prendas más pequeñas del mercado. También deberían ser indicadores para el entorno sobre la necesidad de buscar ayuda.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) menciona a los trastornos alimentarios como uno de los «factores y situaciones de riesgo» que pueden llevar al suicidio, según un informe presentado en Ginebra en 2001. «Entre el 1% y el 2% de las jóvenes adolescentes sufren de anorexia o bulimia. Las jóvenes anoréxicas sucumben frecuentemente a la depresión y el riesgo de suicidio es 20 veces mayor que en el resto», plantea el documento.

El cuerpo del poder

«El cuerpo es un terreno de proyectos donde importa el mostrarse. Las adolescentes, que se encuentran en el proceso de afirmación de su identidad, lo ponen en el lugar del éxito», analiza la psicóloga social Marta Boimel, integrante de la Asociación Latinoamericana de Magistrados, Funcionarios, Profesionales y Operadores de Niñez, Adolescencia y Familia. Entonces, lo que ingresa por los ojos será lo que ubique a las personas en un grupo, les dé poder o popularidad.
«Argentina ocupa el segundo lugar en trastornos alimenticios. La bulimia y la anorexia son enfermedades reconocidas por la OMS y también son formas de violencia de género porque el 90% de quienes conviven con ellas son mujeres», denuncia Boimel, también sexóloga educativa. La reducción de las posibilidades de vestirse con el estilo deseado «impacta en la subjetividad» de las jóvenes, que de por sí atraviesan una «crisis del factor interno».
En esa etapa crucial, la presencia de un grupo de pertenencia «es esencial», pero también puede jugar negativamente si se trata de un contexto de legitimación de los estereotipos, como los grupos de jóvenes «amigas de Ana y Mía», como se autodenominan.
«La ley de Talles no se cumple, hay multas pero se necesitan fuertes decisiones políticas para revertir este incumplimiento, porque además de las inspecciones deben promoverse cambios de valores y actitudes –insta Boimel–. Se tiene que empezar por la
familia, la escuela y los medios de comunicación para que se dediquen a educar para la vida».

Publicado en la Revista Acción de septiembre de 2011: http://www.acciondigital.com.ar/01-09-11/pais.html#sociedad