28 de abril de 2012

Unas cuantas que cuentan cuentos


Por Noelia Leiva

Las cuentacuentos son mayoría en el mundo de la narración oral del país. Los orígenes de ese arte se remontan a las comunidades primigenias, donde eran las mujeres las encargadas de transmitir el bagaje cultural. Hoy son dueñas de su voz, por fuera de estereotipos de género.

En las tribus originarias de la humanidad, las leyendas llegaban a los niños o niñas a través de sus madres para marcar las pautas de lo permitido y lo prohibido. En la literatura, los cuentos tenían que estar presentados por abuelitas tiernas para adquirir legitimidad. ¿Qué queda de esa experiencia genésica? En el circuito de la narración oral, las huellas primigenias se resignificaron porque “contar no es propio del rol materno en cuanto a tener hijos sino a parir, como acto de dar”, definió Ana Padovani, pionera en el universo de los ‘cuentacuentos’, “una función que pueden cumplir un género u otro”. Sin embargo, las mujeres son mayoría.
Con herramientas derivadas del teatro y la escritura, las narradoras y los narradores son una especie que se multiplica en bares, hospitales, escuelas o escenarios, donde la consigna es enunciar y escuchar cuentos. La oferta está integrada al circuito cultural under, aunque sus títulos llegaron a la porteña calle Corrientes, además de otros núcleos artísticos del país. Pero es algo más que concatenar un principio con su nudo y desenlace: puede ser una fortaleza para la identidad y la resistencia.
“Ya no somos meras trasmisoras. También interpelamos, preguntamos, cuestionamos a través de la narración”, planteó la banfileña Liliana Bonel, una de las fundadoras del festival “Te doy mi palabra”, que reúne a los principales hacedores del rubro. Cuando ellas están en acción, la voz es su medio para recrear paisajes y personajes, incluso si optan por incorporar objetos o vestuario para contextualizar la ficción a través de los ojos.
Sexo, relaciones humanas y familia son temas que abordan sin ponerse coloradas. También hablan de miedos, y se conectan con las fibras más íntimas de quien escucha. Ellas no están ajenas a los mandatos sociales pero tampoco ceñidas por el candado de castidad al deseo mujeril de aquella misma época en la que se gestó el juego del relato. Muchas se laurearon en carreras universitarias como psicología o fonoaudiología, a veces porque al iniciar sus estudios el oficio no era considerado un trabajo.
Sin embargo, sobre las tablas o la vida real hay estructuras que resisten: “Cuando la palabra se vuelve peligrosa, la mujer es silenciada, como las brujas” durante la Inquisición, rememoró la también actriz del Conurbano sur. “Para protegerse, se vuelca al interior del hogar, porta el acervo familiar, mientras que el hombre es dueño y señor de lo que se dice en el ámbito público”, cuestionó. 
Hacia adentro de las relaciones cotidianas el decir femenino “está desjerarquizado”, entendió Cristina Villanueva, coordinadora de la delegación argentina para la Bienal de Oralidad de Santiago de Cuba. “Se dice que las mujeres hablan mucho, pero si mirás las parejas donde hay un hombre y una mujer, ellos hablan más”, criticó, como primer rasgo de la segregación. Y cuando ellas comienzan a desarrollarse en una profesión, como la docencia, “decrece el valor” de esa actividad, hipotetizó. 
Entonces la creatividad puede ser una salida o una trinchera, porque “cuando alguien se para frente al público no sólo transmite arte, a su vez dice ‘acá estoy yo’”. Aunque la verticalidad en la distribución del poder no es obsoleta, el avance femenino en la política o frente los micrófonos, por ejemplo, pueden convertirse en espacios de reivindicación para compartir “la mirada y opinión propias”, rescató Bonel.

Princesas y sapos

Buscar libros para niñas que no incluyan jovencitas con zapatos de cristal y cuerpo de modelo puede ser un desafío inconmensurable. “Durante muchísimos años, las palabras ‘bella’, ‘prudente’, ‘graciosa’ y ‘tímida’ definían a las princesas de los cuentos de hadas. Actualmente, aparecen “intrépidas y valientes”, pero ¿cuál es la imagen para esas cualidades? Una mujer con calzas y una espada entre los dientes, o sea, una imagen masculina”, analizó la docente de Banfield. La literatura no se escapa de los estereotipos cuando “hay palabras con intenciones sexistas”, que pueden decirse pero con “cuidado, para que digan lo que se quiere decir”, sin caer en su uso legitimado.
Villanueva decidió erradicar de su repertorio las historias que minimicen la violencia de género. Las obras de Graciela Cabal, que también supo despuntar el vicio de la narración oral, se cuentan entre sus recomendadas para compartir con personas de todas las edades sin caer en poses que resalten la inequidad. “Compramos juguetes marcados por el género, muñecas para ellas y espadas para ellos. Es el sistema que lo prefiere todo separado”, cuestionó. Otra vez en honor a la palabra, la mejor estrategia para poner filtros a los modelos de ser mujer que se escabullen en las historias es “charlarlo” entre el grupo de oyentes.
Las tres narradoras coincidieron en que contar también es sinónimo de elegir. Aunque el ejercicio de la palabra traspasa la pauta escénica, cuando se está sobre las tablas hay que jugar. Y, como todo desafío lúdico, tiene sus reglas: el primero que hace referencia directa a la realidad e interrumpe la magia, pierde. “Descubrí que la palabra da la posibilidad de crear mundos, de imaginar. Para mí fue un hecho revelador”, describió Padovani, merecedora del ACE al mejor unipersonal en 2002. Desde esa experiencia primigenia, como sus pares, se calzó el traje de su “propia voz” para invitar a creer con cada historia. Por eso incentiva a que sus alumnos y alumnas busquen su identidad para ser quien se es en el camino de encuentro con los personajes. Y si se es mujer, bienvenida sea.

Publicado en la Revista Acción de mayo de 2011.

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